Las lágrimas arrastradas de tiempos lejanos, los dolores de antaño que se entretejen a través del tiempo y ahogan el ahora de sollozos y llanto.
Esas llagas no curadas, las que se llevan en el alma, entristecen la mirada y poco a poco enturbian la calma.
La carga del pasado no perdonado, es un yunque, un mar picado, un hoy desdichado.
El agobio del mañana, la preocupación que causa arritmia en la paz del alma, la angustia sujeta a la esperanza desesperanzada... Así sucumbe la fe, la paz y la mente pierde la calma.
No hay mayor dicha que el hoy, que este instante bien vivido. Nada más cabe en esta respiración, que un pequeño suspiro.
Atesorando y comprendiendo el ayer, se crece, se evoluciona, se aprende.
Manteniendo la fe y trabajando por el mañana, se crea el camino del destino y se alcanza a la añorada esperanza.
Ése es el bien del pasado y del futuro, pero para conocer y reconocer la plenitud del ser, hay que vivir el hoy.
Sólo en el ahora, sólo en este instante es posible encontrarse con Dios.